Diego Rivera se dedicó a estudiar en profundidad las formas primitivas del arte azteca y de la cultura maya, que influirían de manera significativa en sus obras posteriores.
Formado en la Escuela de Bellas Artes de San Carlos, de la capital mexicana, a la que se había trasladado con su familia a los seis años de edad, Diego Rivera estudió luego, por espacio de quince años, en varios países de Europa (en especial, España, Francia e Italia), donde se interesó por el arte de vanguardia y abandonó el academicismo.
Las obras de este período reflejan, por un lado, un acusado interés por el cubismo sintético de Juan Gris, asumido en su etapa parisina, y por otro, una gran admiración por los fresquistas italianos del Quattrocento, lo que motivó su alejamiento de la estética cubista anterior.
Identificado con los ideales revolucionarios de su patria, Rivera volvió desde tierras italianas a México, en un momento en que la revolución parecía consolidada.
En colaboración con otros destacados artistas mexicanos del momento (como el propio Siqueiros y José Clemente Orozco), fundó el sindicato de pintores, del que surgiría el movimiento muralista mexicano, de profunda raíz indigenista. Ellos tres conformaron la tríada de los máximos representantes del muralismo mexicano, escuela pictórica que floreció a partir de los años veinte del pasado siglo.
Las características fundamentales de esta tendencia son la monumentalidad, que apunta a conseguir una mayor gama de posibilidades comunicativas con las masas populares (algunos de los gigantescos murales sobrepasan los cuatrocientos metros cuadrados); la ruptura con la tradición academicista y la asimilación de las corrientes pictóricas de la vanguardia europea (cubismo, expresionismo), con las que los artistas mexicanos tuvieron oportunidad de entrar en contacto directo, y la integración de la ideología revolucionaria en la pintura, que según ellos, debía expresar artísticamente los problemas de su tiempo.
La obra de Diego Rivera (y la del movimiento muralista como arte nacional) alcanzó su madurez artística entre 1923 y 1928, cuando realizó los frescos de la Secretaría de Educación Pública, en Ciudad de México, y los de la Escuela Nacional de Agricultura de Chapingo. El primero de estos edificios, posee dos patios adyacentes que el artista cubrió en su totalidad con sus pinturas murales.
El protagonista absoluto de estos frescos es el pueblo mexicano representado en sus trabajos, y en sus fiestas. Rivera escribió que su intención era reflejar la vida social de México tal y como él la veía, y por ello dividió la realidad en dos amplias esferas: la del trabajo y la del ocio, y las distribuyó en zonas arquitectónicas separadas.
Pero donde verdaderamente Rivera creó una imagen visual de la identidad mexicana moderna, fue en los frescos que, a partir de 1929, pintó en el Palacio Nacional de México. La narración, que ilustra la historia del país desde la época precolombina, ocupa las tres paredes que se localizan frente a la escalinata principal del edificio. La pared central recoge el período que va desde la conquista española de México en 1519, hasta la revolución, representada a través de sus grandes hitos. En el de la derecha se describe una visión nostálgica e idealizada del mundo precolombino, mientras en la izquierda se ofrece la visión de un México moderno y próspero.
Rivera reflejaba su adhesión a la causa socialista en sus realizaciones murales; de hecho, reafirmó siempre su condición de artista comprometido políticamente, y fue uno de los fundadores del Partido Comunista Mexicano. Visitó la Unión Soviética, y, de nuevo en México, se casó con la pintora Frida Kahlo, que había sido su modelo.
Fue una relación tempestuosa a causa de la irrefrenable afición de Rivera a las mujeres, pero la compenetración entre ambos dio lugar también a etapas de paz y creatividad, y la casa de la pareja en Coyoacán, se convertiría en centro de singulares tertulias políticas y artísticas.